SEP 152014 Se les promete un paraíso de servicios y dineros, sólo cosas buenas les ofrecen. ¿Habrá todavía gente tan ingenua que lo crea? Hay desconfianza generalizada en la población mexicana. Silvano Aureoles, una de las figuras políticas del momento me decía recientemente en una plática: la gente ya no cree en los políticos. Hay una causa profunda que explica ese sentimiento de la gente: el divorcio entre los privilegiados (políticos y ricos) y el pueblo. En México hay dos clases sociales: la popular y la política, a la que se asocia la del dinero. La gente siente muy lejos a sus gobernantes, en el treceavo cielo. Las demás divisiones se borran, por la crisis económico social que nivela las diferencias y quedan sólo los de abajo y los de arriba, la gran chusma de pobres por falta de dinero y de poder y la elite de la clase dominante. Aunque ambas clases habitan un mismo territorio, las mismas ciudades, la separación es radical, no hay entre ambos estratos sociales vasos comunicantes, no hay autopistas de diálogo e interacción. Hay un divorcio, una separación abismal. Cada una habita su esfera vital, cerrada en sí misma. A la clase de arriba no le importan los intereses de la chusma, le importan sus privilegios, su mundillo hecho de consumismo y placer. Sólo hay una comunicación: la clase de arriba se alimenta del trabajo y la pobreza de la clase de abajo. Para no cortar ese fluido vital, le hacen creer a la clase de abajo en los discursos y programas que su razón de ser es la defensa de sus derechos e intereses, sólo existen para la chusma. Se llenan la boca con términos elegantes: México, la democracia. Sus discursos son muy bellos, con altos valores de abnegación, servicio incondicional, generoso, hasta heroico. Pero crean una realidad de ficción, perfecta en las palabras. Los discursos pintan una realidad de valores muy altos y confort de primer mundo, que desmienten los hechos. La chusma siente que la separación es total, que su realidad no cuenta para la clase alta. Por eso desconfía de las bondades que ofrece la clase gubernamental, del seguro social, la casa, las prestaciones que ofrece el programa dirigido a los que trabajan en la informalidad. La gente comenta que quieren agarrarlos para sacarles su dinero como impuestos, se siente acosada por el terrorismo desatado por la reforma fiscal. Desaproveché la oportunidad de decirle a Silvano Aureoles: para que la gente les crea, cambien, produzcan frutos para las mayorías, hagan algo más que bellos discursos. ¿Qué hacer? Urge la reforma de los mexicanos, de los privilegiados y del populo bárbaro. Primero de los de arriba. Si manejan tan nobles valores en sus discursos ¿Por qué no los ponen en práctica? ¿Por qué no salen de los bellos discursos y su realidad virtual política para asumir la cruda realidad, producir frutos, darle a la gente lo que la gente espera. La gente calla pero no es tonta, parece que se deja dar gato por liebre, sólo parece. Urge que renuncien a sus privilegios, a sus ambiciones de dinero, poder y placer y se pongan a lavarle los pies a los más humildes, como alguien inmensamente grande que lavó los pies a sus discípulos. Urge la reforma de la clase de abajo, depende mucho depende de los de arriba: hay que dar una educación auténtica, no este lastre de educación pública, rezagada, politizada, que va a la cola de los países del mundo. Urge el trabajo que dignifica y devuelve a las personas su auto estima, que reparte por igual los frutos producidos y acaba con la escandalosa desigualdad social. Urgen tantas cosas, que se pudieran ofrecer si los de arriba quisieran. Urge la renovación moral de cada persona, de cada mexicano: En el esquema del más grande Maestro y Guía, hay que liberarse del mal: egoísmo, soberbia, ambiciones materiales mezquinas para satisfacer las bajas pasiones, para agasajar al cuerpo desenfrenado, sacrificando el espíritu que tiene otro alimento. En un segundo momento, el espíritu libre y ligero debe volverse a Dios fuente de los más altos valores, universales, hay que seguir la tendencia a los valores morales y espirituales, que dan al hombre una dimensión de infinitud y de inmortalidad: el bien y no la maldad, la verdad y no el engaño. Hay que convertirse a la hermosura verdadera, no al morbo o a la provocación de los instintos corporales. Hay que convertirse a la verdad absoluta, que no es relativa según las conveniencias, que no se vende, ni cambia que es sólida y clara como cristal de roca. |