JUN 232025 Los síntomas son conocidos: lentitud para responder, alergia a la crítica, rigidez en la toma de decisiones, y una desconexión progresiva con el ciudadano. En su forma más grave, la buroesclerosis lleva a olvidar el sentido original de la función pública: transformar vidas. Y esa es la pregunta que toda institución debería hacerse con honestidad: ¿cuántas vidas pueden impactarse realmente con su trabajo? Esta interrogante no figura en las métricas tradicionales ni en los informes de resultados, pero debería estar en el centro del quehacer público. Porque administrar sin transformar es, en el mejor de los casos, inercia; y en el peor, omisión. Combatir la buroesclerosis requiere más que reformas administrativas. Se necesita una rehabilitación ética y cultural del servicio público, que comience por reconocer al ciudadano como co-creador de lo público, no como mero usuario. Recuperar el sentido humano de la burocracia implica escuchar más, actuar con empatía y asumir riesgos para cambiar realidades. Un antídoto poderoso contra esta enfermedad institucional es la transparencia. La apertura de los procesos, la trazabilidad de las decisiones y la rendición de cuentas no son solo mecanismos técnicos: son formas de dignificar el trabajo público y de restablecer la confianza ciudadana. Pero la rehabilitación va más allá del acceso a la información. Implica liberar el espíritu humano dentro del Estado. Requiere pasión, honestidad, propósito. Y exige liderazgos —técnicos y políticos— que recuerden, todos los días, que estar al servicio de los demás es una responsabilidad histórica, no un privilegio burocrático. Cada escritorio, ventanilla, patrulla o unidad administrativa tiene el potencial de convertirse en un espacio de transformación. Pero solo si quienes los ocupan se hacen la pregunta que da sentido al oficio público, si tienen claro el por qué de la misión. |