El veneno del poder y su remedio.

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PEMEX
  
AGO
10
2025
Julio Santoyo Morelia, Mich. El poder es un animal de dimensiones monstruosas que se infiltra, primero como pequeño germen en el ego de los políticos, luego danzando frenética y eufóricamente con ese ego, puede crecer tanto y con tanta fuerza que buscará subordinar todo lo que esté a su alcance para alimentarse y satisfacerse.
Si se revisa la historia de la humanidad, o por lo menos la del país o la del estado, todos encontrarán la objetividad de lo afirmado. Es por completo ingenuo pensar que el poder es la representación de la moralidad o peor aún, de la verdad. Quienes así lo llegan a pensar es porque ya han sido seducidos y subordinados por el poder. La ingenuidad es lo que más adora y elogia el poder.
Para que no quede al descubierto esta crudísima realidad el poder necesita construir ideologías en las que el poder aparezca como la encarnación de lo deseable: la libertad, la justicia, el bienestar. Así pasó con Porfirio Díaz y terminó como dictador, así pasó con el constitucionalista Carranza y terminó como autoritario, así pasó con Calles y devino imponiendo un Maximato. La revolución hecha gobierno fue el pretexto glorioso para construir la Dictadura Perfecta durante decenios del pasado siglo.
En todos los casos el camino a la concentración del poder tomó velocidad mientras más poder se acumulaba, y en ese transcurso los políticos se daban baños en el cieno de la corrupción, la doble moral, la demagogia y el enriquecimiento patrimonial. Siempre lo hicieron, desde Porfirio Díaz (solo por tomar ese referente) hasta la actualidad a nombre del pueblo, de la nación, de la historia patria. Hasta los más "puros" hicieron uso del poder con la brújula del interés personal en la mano.
El germen del poder, inoculado en la persona, ya sea por el voto o por la violencia, necesariamente buscará apoderarse de la "verdad" y con ello de la manera en que debe verse la realidad. Al poder le incomodan otras verdades y sólo admite dialogar con ellas cuando sus opositores son tales que representan una amenaza inmediata para el control instrumental de la sociedad, si no es así buscará eliminarla y concentrar tanto poder como pueda, aunque eso lo conduzca a la autodestrucción.
El poder sabe que la regla de oro para evitar el cuestionamiento es, antes que nada, el miedo y luego cambiar los cristales de sus oficinas por gruesas paredes para que los gobernados no sepan de sus personales juegos de poder; juegos para tomar control personal de los dineros públicos; para usar ese poder para edificar prosperas empresas o para regalarse vida de reyes. En la ausencia de la transparencia crece, como hierba veraniega, la incompetencia que halaga al poderoso, pero también el óxido que lo carcome desde adentro.
La moralidad del poder siempre ha sido un engaño, incluso cuando la iglesia gobernó lo hizo en contra de su propia moralidad; cuando cierto socialismo se proclamó científico terminó llevándose en sus purgas la vida de miles de personas y la eficiencia de su sistema y cuando el islam se ha reivindicado como el gobierno de Dios, ha convertido en un infierno la existencia de los que piensan diferente.
En México se ha repetido por enésima vez esta historia. Cansada la sociedad de gobiernos poco eficientes y corruptos se entregó al discurso mesiánico y moralista que prometía, ahora sí, el paraíso para todos. La gente lo creyó, pero la bestia del poder terminó enseñando las garras y la pudrición para constituir una nueva alianza con los políticos de siempre, para restablecer lo peor del pasado como las alianzas con el crimen organizado, la corrupción y el nepotismo. Como en El Gato Pardo de Lampedusa, anunciaron que cambiarían todo para seguir iguales. Haciendo realidad aquella sentencia que profetiza el eterno perfil de muchos políticos: "estos son mis principios, pero si no les gustan, los cambio."
Las lecciones están ahí de nueva cuenta. Primera, de todo poder se debe desconfiar; segunda, al poder se le debe cuestionar y revisar; tercera, al poder se le deben amarrar las manos con la vigilancia y participación cívica; cuarta, jamás aceptar que la verdad del poder es absoluta; quinta, al poder se le deben anteponer la acción libre de los ciudadanos y la generación de tantas verdades como pluralidad exista en el país, y; sexta, quienes ejercen el poder deben ser cambiados con temporalidad rigurosa.
Es cierto, sin embargo, que toda sociedad necesita un gobierno al cual se le entregue el ejercicio legítimo del poder para conducir las instituciones. Pero, se requiere de un medio o un mecanismo, un modelo de operación, para que el ejercicio del poder no ocasione bestias monstruosas que terminen pisoteando a los ciudadanos y devorándolos. Y también, la experiencia de los últimos siglos nos confirma que esa vía, a pesar de sus imperfecciones y paradojas internas, se llama democracia. De entre todas estas vías, como la monarquía, la dictadura, los sistemas centralizados y de un solo hombre, las teocracias, la democracia seguirá siendo la mejor, o al menos la menos mala de todas.
La democracia no es perfecta, es perfectible, y los motores en ella reconocibles como la pluralidad, el consenso, la transparencia, el voto universal, la libertad de expresión, el diálogo, la inclusión, la tolerancia, la independencia de poderes, las elecciones libres de clientelismo y miedo, resultan maravillosos antibióticos para curar los gérmenes del poder que envenenan el ego de quienes han sido designados para la función pública.
El hombres es lobo del hombre, dijo Thomas Hobbes. El poder concentrado en un hombre, en una camarilla, en un clan, en un partido, en una secta, es mucho más que eso, es el hombre hecho godzila dispuesto a arrasar con todo, cometiendo los mayores desfiguros: nepotismo, clientelismo, corrupción, cogobernar con criminales, ineptitud, subordinación de la ley y prepotencia.
Por ello, México debe recuperar los valores de la democracia y con ello el valor supremo de la participación cívica, porque son los ciudadanos desde su libertad, desde su criticidad contra el poder, quienes deben cortarle las garras y los colmillos a los políticos y quienes deben bajar al piso a los gobernantes que se creen dioses, la encarnación de la moralidad, del espíritu de la patria, o los herederos de la historia, pero, que en realidad son lo que siempre fueron, hombres atendiendo el llamado del lobo.





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